Mi tren a Kagar estaba
cancelado. Afortunadamente me reubicaron en el siguiente tren una hora más
tarde, lo que significaba que aún podría llegar a la convención de
coleccionistas de pegatinas de mandarina celebrada religiosamente cada 150
años. Disponía de ese tiempo para comer, así que, me apresuré a salir de la
estación para buscar un restaurante donde llenarme el buche antes de embarcar.
Tras varios minutos
recorriendo calles de esa maldita ciudad y topándome sólo con absurdos
comercios de periódicos impermeables, pelucas con olor a pies y paraguas para
la ducha encontré por fin un bar. "Bar currupipi" podía leerse a
duras penas en su viejo toldo roído y descolorido. A juzgar por su aspecto, el
negocio no parecía estar en su mejor momento, pero a la puerta tenían una
pizarra donde mostraban el menú del día:
Primeros platos
Ensaladilla de colilla
Tomates con gaznates
Queso de cabra macabra
Segundos platos
Filete de juanete
Lasaña de la araña
Empanada con pedrada
Postres
Tarta que infarta
Flan de pan
El secreto de Felisa
No disponía de mucho
tiempo para buscar alternativas así que decidí entrar y aventurarme a conocer
lo que escondían los extraños juegos de palabras de la carta.
Su interior no mejoró las
cosas, el local estaba vacío y un fuerte olor a fritanga y a aula de primaria
después del recreo me envolvió mientras observaba las viejas fotografías que
decoraban las paredes manchadas de salpicaduras. Las fotos mostraban famosos de
prestigio mundial que habían comido en el lugar en tiempos mejores: Leticia Sabater, el niño alemán loco, la del
anuncio de "chic para mi, chic para ti", Jaimito Borromeo, el del
anuncio de "Es una fiezzsta", entre otras celebridades. Entre todos
los famosos me llamó la atención alguien que me resultaba familiar, pero no
lograba recordar quién era.
Respecto al olor del local se me ha olvidado decir que también olía un poco a pene. Podría editar el párrafo de arriba pero no quiero.
De pronto vi salir de la
cocina a una camarera coja, con gruesas gafas, pelo enmarañado y gesto
apesadumbrado. Era la mujer que posaba junto a las celebridades, pero ahora
mucho más envejecida.
Me sentó en una de las
mesas y una sensación extraña y profundamente desagradable recorrió mi cuerpo.
-¡Camarero!- dije -¡Atiéndame por favor! ¡Dentro de una hora me voy a Kagar!
-Y tanto que sí...-
respondió él, con una sonrisa fría y maquiavélica.
No me preguntéis por qué,
me sentí amenazado. He hablado muchas veces antes con otros camareros, y nunca
me hicieron sentir así. Ninguneado, insultado, sexualizado y humillado sí. Pero
nunca amenazado.
Recuerdo incluso una vez en que me sentí vacilado. Ocurrió hacía unos minutos con una camarera aparentemente llamada Felisa. Pero insisto porque tengo que dejarlo claro que amenazado no, nunca. Yo jamás hablaría así de los camareros.
Aún así le pedí al
camarero ese que me trajera una ensaladilla de colilla y una empanada con pedrada.
Asintió y regresó a la cocina.
Mientras esperaba continué mirando las fotografías de la pared intentando recordar quién era esa persona que me resultaba familiar...
Unos minutos más tarde regresó el camarero con la ensaladilla de colilla, interrumpiendo mi ensimismamiento. Menuda decepción, yo creí que sería una especie de ensaladilla con colas de gamba. Pero no, no, era de colillas de cigarro, literalmente. De sabor estaba regu, pero la textura... ¡inadmisible!
Luego llegó la ensalada de pedrada, que yo pensaba que traería arroz empedrado o algo así, pero, ¿adivináis qué llevaba en realidad? ¡Exacto! ¡más cigarrillos! Trataba de disfrutar de la textura, cada vez más nervioso por el paso del tiempo, el cual me hacía envejecer, pero además hacía que me quedara menos tiempo para coger el tren. Los pensamientos se entrecruzaban en mi cabeza... ¿Cumpliría el camarero sus amenazas? ¿Felisa dejaría de mirarme en algún momento? ¿Quién sería el famoso de la pared? ¿Aparecería tópicamente alguna pregunta que no tuviera nada que ver con la historia, en esta lista? Empecé a sudar, los nervios estaban pudiendo conmigo y, por qué no decirlo, las colillas no me estaban sentando nada bien tampoco. Tan desagradables eran mis sensaciones, que pensé que lo mejor sería irme de allí cuanto antes, por lo que saqué el ordenador portátil para hacer una exhaustiva búsqueda en Google respecto a qué postre pedir, investigando opiniones en Tripadvisor, leyendo la historia de las posibles opciones, escribiendo por Facebook a mis amigos cocinillas... después de apagarse el ordenador, buscar el cargador, conectarlo, responder unos mails y terminar mi análisis, llamé de nuevo para pedir el postre definitivo.
-¡Camarero!- dije. -Tráigame el secreto de Felisa-. Decidí pedir ese postre porque después de mucho buscar me di cuenta de que en realidad quería eso desde el principio. Solamente tenía que creer en mí.
Continué mirando las
fotografías de la pared, cada vez más inquietado por ese familiar personaje.
¿Quién eres, maldita sea? Pensaba… pero él no respondía telepáticamente a mis
pensamientos. ¿QUIÉN ERES MALDITA SEA? Pronuncié en voz alta, a ver si así.
Entonces, por fin, caí en
la cuenta. Ese personaje era….
¡Hitler!
“Hitler” era como yo
llamaba cariñosamente a Jimmy Castro el negro del Club Disney, cuando lo veía
por televisión allá por el año 2000.
“Mamá, quiero ver el programa de Hitler” le decía a mi abuelo. Y él ponía Telecinco. “Mamá” era como yo llamaba cariñosamente a mi abuelo.
Una vez resuelto el misterio del cuadro, solo restaba comer el postre, recoger mis cosas, desactivar la bomba y salir raudo a coger el tren. Por fin todo estaba empezando a funcionar, aunque hubiera deseado que Felisa se fuera de una vez. Sin embargo, un nuevo contratiempo... el postre no llegaba. El camarero no volvía. Los segundos se convertían en minutos. Los minutos se convertían en 10 minutos. No podía perder ese tren, el destino de muchos estaba en juego, ¡todos contaban conmigo! Jimmy Castro se mofaba de mí desde el cuadro. Me decía "¡Eh, Mariano! ¡Mariano!" Se mofaba llamándome Mariano, ¡¡¡yo no me llamo así!!! ¿Qué hacer? Por una parte, tenía una urgencia mortal por coger el tren y, por otra, el postre iba incluido en el menú, estaba pagado, aunque no me lo comiera... ojalá Felisa dejara de mirarme... ojalá Jimmy dejara de mofarse... ojalá Jaimito Borromeo nunca hubiera existido... Entonces pasó lo más inesperado... ¡transcurrió otro minuto! Se acabó, no podía dejar que las cosas acabaran así, tenía que tomar la iniciativa, como buen heterosexual, así que me levanté y me dirigí hacia la cocina, dejando a Felisa inmóvil ante mi mesa. Abrí la puerta de golpe.
-¡Camarero!- dije. -¿Dónde está el secreto de Felisa que he pedido?- Pero justo en ese instante Felisa, a quién estaba dando la espalda, me lanzó a la cabeza su zapato ortopédico de diez centímetros de plataforma haciéndome caer inconsciente en el acto.
Al despertar me encontraba
en mi tren hacia Kagar. Me sentía confundido y con un extraño dolor de cabeza. -¿Le
retiro los platos, señor?- Me dijo la azafata mientras señalaba los restos de mi
almuerzo.
¡¿Qué?! ¿Cómo? ¿Había almorzado
en el tren? Entonces miré la hora en mi reloj… me encontraba en el primer tren,
que nunca se canceló. Respiré aliviado cayendo en la cuenta de que todo había
sido un sueño de Resines, que era yo, y me puse a hojear el catálogo de compras a bordo. Cómo no,
todo lo que anunciaban eran pelucas y paraguas para la ducha que aparentemente
eran los típicos souvenirs de la zona. De repente sonó una notificación en mi
teléfono móvil. Era un mensaje de mi amigo, al que siempre le cuento todo.
“Ey Antonio!¡ Qué mofa! Acabo
de ver tu foto colgada en un bar que se llama Currupipi! Jaja”
FIN