A la tierna edad de 47 años, Edgar iba a tomar por fin la decisión que cambiaría su vida. No era una persona como las demás. A diferencia del resto, era muy amigo de sus amigos, muy novio de su novia y muy amo de su perro. También era muy cliente de su panadero y muy peatón de las aceras. Disfrutaba de pasárselo bien y no solía gustarle demasiado pasárselo mal. Todas estas singularidades hacían de él un hombre de su tiempo y una persona muy humana.
Y es que, las numerosas excentricidades de Edgar le habían conllevado ciertas dificultades a lo largo de su vida, motivo por el cual se disponía a dar un giro de 180 grados, sentar la cabeza y vivir una vida normal. Para ello tenía un plan, un plan que consistía en un último gran golpe, un último derrape, una carraca final, la locura que acabaría con todas las locuras: usar sus ahorros. Para comprar algo. Algo como una casa, o un coche. Sabía que se exponía a ser de nuevo juzgado por sus semejantes, pero una vez adquiriera un bien en propiedad, habiéndose desprendido de sus ahorros, podría empezar a comportarse como siempre habían esperado de él.
Así que Edgar empezó a buscar en la web de compraventa de inmuebles y dio con una casa muy especial. Tan especial como lo era él mismo. Su espacio estaba distribuido en varias estancias destinadas a diferentes usos. Por poner algún ejemplo diré que tenía una cocina, un baño y dormitorios. Por supuesto, también tenía fantasmas. Muchos fantasmas, tal como rezaba el anuncio que captó la atención de Edgar. "Será un lugar plácido donde vivir" pensó. "La compañía escalofriante e incorpórea siempre es de agradecer." Así que concertó una cita con el vendedor para hacer una visita y al día siguiente se dirigió hacia allí.
El viejo portal tenía una puerta que apenas cerraba bien y que chirriaba al moverla. "Qué delicia" se dijo. Subió las escaleras que lo llevaban al primero y le abrió la puerta un personaje cuyo aspecto llamó su atención.
Era un hombre con dos ojos, una nariz, y dos orejas, todo en una cabeza sostenida sobre un cuerpo con dos brazos, dos piernas y una hilera de púas que recorría toda su espalda, terminando en una cola escamosa y verde. Se presentó como Rocco Makoko, el agente inmobiliario con mayor índice de ventas de la ciudad. Edgar se sintió tremendamente afortunado de conocer a tan prestigioso profesional, y pensó que ojalá el tour por la casa durara eternamente. Primero acudieron a al salón comedor, donde una kilométrica mesa reinaba en el centro de la estancia, flanqueada por una chimenea de leña y una máquina de Pac Man de los 80, evidentemente, poseída por uno de los fantasmas, que no paraba de insultarles y proferir blasfemias y chistes machistas. Edgar anotó mentalmente ese elemento en su lista de contras.
Después fueron a la cocina. Allí comprobó que el horno estaba poseído por otro espíritu. Este, en cambio, era amable, puesto que no dejaba de hornear bizcochos y galletas que dotaban a la estancia de un delicioso olor. A veces el horno hablaba con la voz de una abuelita maja que preguntaba a los presentes si preferían el bizcocho de chocolate, de arándanos o de yogur de limón. Edgar anotó mentalmente esto en su lista de pros.
A continuación, fueron por el pasillo que tenía una alfombra persa. Probablemente poseída por otro espíritu, puesto que se movía elevando a Edgar en el aire y lo llevó a sobrevolar Ágraba, la ciudad de Aladdín. Esto le vendría bien para sus ratos de aburrimiento, pero podría constituir un verdadero problema si uno tenía prisa para llegar al baño. Debería estar muy pendiente para no pisar la alfombra si eso pasaba. Tras un rápido análisis Edgar lo anotó en su lista de cosas a tener en cuenta. Después de pasar por tres baños, cinco habitaciones, una despensa, un vestidor, una librería, un camerino, una escalera de caracol y un cine, llegaron por fin al final de la visita. Edgar estaba entusiasmado, extasiado, cachondo. Era la casa de sus sueños, con todo lo que necesitaba para poder sentar la cabeza, quizás formar una familia sana y bonita como las de los anuncios de la Switch, pero sus ahorros eran limitados y tenía que ser sibilino en su negociación, como un ninja de los mercados. Así, Edgar dijo:
—Me encanta y estoy desesperado por comprarla, pagaré lo que sea, haré lo que sea.
—Muy bien, Edgar. Como sabes, tengo más compradores dispuestos, pero la verdad es que me has caído bien porque eres un ser anodino y aburrido y por eso me gustaría vendértela a ti. Lamentablemente el precio excede tu presupuesto —respondió Rocco Makoko, haciéndose el interesante (aquí se ve que han hecho una elipsis, se conoce que han hablado ya de dinero)
—Te digo que haré lo que sea, ¡hombre! —insistió Edgar, orgulloso de cómo estaba yendo la negociación.
—De acuerdo. ¿Qué te parece si… haces una sencilla tarea para mí? —dijo Rocco Makoko, poniéndose de espaldas a Edgar, para que no viera su maquiavélico semblante que hacía pensar que la tarea no sería tan sencilla.
—Uffff es que he quedado luego... ¿no hay otra cosa que pudiera hacer? —dijo Edgar, empezando a caer mal a todo el mundo.
—No. vas a hacer lo que yo te diga. Te voy a dar esta caja y la vas a tener que llevar a esta dirección.
Así, Rocco Makoko le dio a Edgar una caja de cartón cerrada con cinta aislante y con un signo de interrogación dibujado, además de un mapa con una X marcada en la zona convenida. Al llegar, bajo la penumbra de una farola, estaba esperando un hombre con sombrero, bufanda, gafas de sol, gabardina y las manos en los bolsillos. Edgar se acercó y dijo:
—Hola, ¿es usted el hombre invisible?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—No, es que me lo parecía…por el atuendo y eso.
—Ah, pues sí. He venido a hacer un cameo, pero ya me voy —aclaró el extraño individuo.
—Vale, ¡que vaya bien! —se despidió Edgar, mientras depositaba la caja en el suelo. Llevaba cargándola a pulso desde la escena anterior y necesitaba descansar, así que se sentó sobre ella a esperar a la verdadera destinataria de la caja: la rubia que salía con Ángel Garó en Noche de Fiesta y decía todo el rato “Maruchi”.
Olga, que así se llamaba la rubia, abrió la caja desvelando su contenido. No eran más que pelucas, boas de plumas y antifaces venecianos. A continuación, indicó a Edgar que debía acudir a la fiesta Drag que se celebraría esa misma noche en el local clandestino “Fantasía Barroca”.
—Ten cuidado de no enfadar a Rocco Makkoko —dijo Olga mientras entregaba a Edgar uno de los antifaces. El que tenía más purpurina.
Así, Edgar fue a la fiesta de drags, disfrazado de drag, conteniendo su desprecio por semejantes depravados abortos de una cabra. Allí, como no conocía a nadie y no echaban el fútbol, se aburría. Se aburría mucho. Se aburría con cabreo. "Joder, cómo me puto aburro", pensaba en bucle. Tanto se aburría que decidió sacar una moneda y lanzarla al aire y recogerla apoyado en una columna con un palillo en la boca. Ese estereotipo de canallita contrastaba tanto con el vestido de drag, que el vigilante de la armonía estética tuvo que venir a llamarle la atención.
—Por favor, persona, usted tú está desoxigenando toda la volumnidad. Usted tú debe minimizar la jabalina. Ya no tenemos más paciencia anymore —dijo.
Edgar estaba a punto de disculparse cuando cayó en la cuenta... la persona que le estaba hablando era... ¡¡Rocco Makoko!! Le descubrió porque iba con el mismo aspecto con el cual le había conocido, todo el tiempo, no iba disfrazado ni nada, el narrador hizo que hablara diferente para despistar, pero olvidó que eso solo funciona para los lectores, no para los personajes que ven.
—¡Maldita sea, Rocco! qué clase de juego es este? para ya de fastidiarme y dame mi casa llena de fantasmas! y ¿a qué viene hablar así de repente? ¡exijo una respuesta satisfactoria!
—Usted tú vosé está contradiciendo mis instrucciones. Minimizar la jabalina es la intendencia. Es muy inconvenient by the way —respondió Rocco.
A continuación, Rocco Makoko tomó por el brazo a Edgar y lo sacó del pub. Una vez en la calle miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y ya con su forma de hablar habitual dijo:
—Está bien, Edgar. Voy a explicarte lo que está pasando aquí y por qué te he traído hasta este bar. ¿Me invitas a un cigarro?
Edgar asintió y le dio el cigarro. Para su sorpresa, Rocco no lo quería para fumárselo sino para fingir que tenía un colmillo muy largo en lo que él llamaba “El número de la morsa desdentada”.
Tras el bochornoso espectáculo comenzó a explicar.
—Edgar... verás... mmm... ¿recuerdas la casa? ¿la puerta de la entrada que chirriaba? bueno, esto... cuando una mamá y un papá se quieren mucho... no, espera... ¿has visto Up? hay una escena de Up que ilustra lo que te quiero explicar. ¿la has visto? ¿no? vaya... verás, los chirridos de la puerta... la cosa es... bueno, los antiguos chinos tenían un dicho...
—Maldita sea, ¡no aguanto más! —dijo, Edgar, perdiendo la paciencia ante la excentricidad sin límites de Rocco Makoko.
Entonces comenzó a correr. Ya no le interesaba la casa, solo huir de Rocco. Empezó a correr por las calles de la ciudad, pero tenía la sensación de que no avanzaba, como en un sueño. ¿Acaso estaría soñando? Se sentía cada vez más y más angustiado. ¿Cuánto tiempo llevaba huyendo? ¿horas? ¿días? ¿por qué seguía siendo de noche? Edgar lloraba, sollozaba, balbuceaba...
Mientras tanto, Rocco Makoko, el mejor vendedor de la ciudad, enseñaba la casa a Alfred, un potencial comprador interesado en sentar cabeza en una pintoresca mansión llena de fantasmas.
Alfred apuntaba mentalmente en su lista de contras al fantasma llorón que había en la puerta de la entrada.
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