lunes, 30 de enero de 2017

Las Novelas de Fofó

El auto de papá

“Fofó, ponte la ropa de misa que vamos a dar un paseo” me espetó mi madre invadiendo groseramente mi habitación… cuando llegué al salón, mis hermanos me estaban esperando y mi padre tenía puestos sus guantes de conducir… “bueno, ya está aquí el tardón! Jajaja!” rió mi padre. Yo agradecí el entusiasmo, pero tuve que conseguir disimular mi decepción. No entendía por qué paseábamos en el auto de papá. El coche es un vehículo para facilitar el transporte, y sentía que era una frivolidad subir a toda la familia en el coche para pasear, tal y como estaba la gasolina y el efecto invernadero… aunque para mi familia era un placer que, por qué no, nos suele suceder. Subimos al coche y mi padre, que seguía en lo alto de su frenesí, comenzó a presionar el claxon de forma innecesariamente repetitiva “pi pi pi”, continuamente, “pi pi pi”. La vergüenza ajena se apoderaba de mí, además de la aprehensión, ya que el coche era bastante viejo y necesitaba de algunas reparaciones. Me pareció un razonamiento tan válido como cualquier otro para intentar detener aquel tortuoso paseo, de modo que, después de pasar un extraño semáforo que pasaba del rojo al amarillo y luego al verde, lo hice notar. Sin embargo, mis padres me dijeron que ya sabían que el coche era viejo, pero que no importaba y que ahora vería por qué. Mientras todos llevaban una sonrisa de oreja a oreja, mi madre sacó del bolso una torta. Yo no entendía la relación entre que el coche fuese viejo y la torta, pero sí que es verdad que estaba deliciosa.

La Gallina Turuleta

Durante mi estancia en la universidad, compartí piso con un agradable compañero de clase. Un día, llegó con una noticia inesperada. Me dijo “Fofó, tienes que ver esto! La vecina esta loca que tenemos se ha comprado una gallina!” Yo no solía compartir la jovialidad de mi compañero, y no me llamó mucho la atención la noticia, pero añadió “y parece una sardina”. Eso sí que no podía ser… ¿cómo una gallina va a parecer una sardina? ¿Un ave de corral parecido a un pez? Admito que eso despertó mi curiosidad. Por lo tanto, fuimos a casa de la vecina, donde conocimos a Turuleta (así se llamaba la gallina) y, efectivamente, parecía una sardina. Es más, parecía una sardina enlatada. No sabría muy bien explicar la analogía, pero se parecía mucho. La gallina estaba visiblemente mal alimentada. Sus patas me recordaban a pequeños alambres. De pronto, Turuleta puso un huevo en plena sala. “jajaja” se reían mi amigo y mi vecina! “ha puesto un huevo en la sala!” mi vecina contaba “también los pone a veces en la cocina, pero nunca los pone en el corral” “¿qué corral?” pensé yo “¿hay un corral dentro de la casa?” de pronto, mi vecina se asustó y preguntó “un momento, ¡¿cuántos huevos lleva puestos?” mi amigo los contó “pues dos, cuatro, seis… nueve, nueve huevos” entonces mi vecina enloqueció, cogió a la gallina y empezó a taponar su trasero con fuerza, pidiéndonos a gritos que le acercáramos la cinta de carrocero. En ese momento sentí una fuerte empatía por la pobre gallinita, y rogué a mi vecina que le dejara poner el décimo huevo.

Susanita


Llega un momento en la vida en que tus conocidos empiezan a tener hijos. Una pareja de amigos llevaban años intentando presentarme a Susanita. Después de muchas evasivas, no tuve más remedio que aceptar la invitación cuando Susanita tenía nada más y nada menos que tres años. Llegué a casa y, a decir verdad, era una niña muy mona. Lamenté no haberla conocido antes, pero lo fascinante era la mascota que le habían conseguido. Era un diminuto ratón, un ratón chiquitín, que no tenía nombre. Pregunté por su dieta, suponiendo que comería algún tipo de pienso o cereal, pero, por lo visto, era una especie única de ratón que se alimentaba de chocolate. También comía turrón, aunque no fuera Navidad, y bolas de anís. Me pregunté para mis adentros cómo era posible que el ratón no fuera diabético. Me enseñaron su cama, justo al lado del radiador, lo cual para mí resultaría muy incómodo y, en vez de colocar la almohada en la cabeza, se la ponían en los pies, por si no fuera ya bastante extraño que un ratón usara almohada. Dejamos el tema del ratón y nos pusimos a hablar, hasta que miraron el reloj y pusieron el “celta de vigo-real Madrid” en la tele. Yo lo hubiera aceptado de buen grado si no me hubieran dicho que ponían el partido para el ratón que, por lo visto, era aficionado al fútbol. No solo eso, sino que también lo llevaban al cine y al teatro. Ya estaba a punto de pensar que era una broma cuando el ratón empezó a hablar y me dijo si quería entrenar con él al ajedrez, que su sueño era ser el gran campeón del ajedrez y que Kasparov no había superado 2800 puntos de ELO viendo el fútbol.

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