sábado, 9 de julio de 2011

El loco y el tuerto

Hoy os voy a contar una historia, una historia francamente emotiva y profunda. La historia de cuando el loco conoció al tuerto.
Erase una vez que se era, un hombre loco. Un hombre loco peligroso. Sus ojos eran una ventana al vacío infinito causa de vértigo. Su boca estaba siempre sellada, mordiéndose los labios como si se hubiera tragado la sonrisa. Esta descripción basta para hacernos una idea de lo loco que estaba este hombre. Estaba tan loco, tan loco, que siempre tenía un cigarrillo encendido, allá donde fuera. Esto os pudiera parecer usual, en un principio, conoceréis a gente que fuma. La diferencia es que este hombre al que yo me refiero, este desequilibrado, este desplante al uso racional, no fumaba. Llevaba un cigarrillo encendido siempre para metérselo en los ojos a la gente con la que hablaba. Él mantenía una conversación aparentemente normal con su interlocutor, y en el momento en que este se reía, se indignaba, o mostraba cualquier otro tipo de emoción, nuestro protagonista ejercía un movimiento fugaz y definitivo con su brazo y su cigarrillo encendido, seguido siempre del grito desgarrador de angustia del pobre desgraciado de turno.
Así, el loco era feliz. Hasta que un día sucedió algo diferente. Seleccionó a su víctima, esta vez un hombre aproximadamente de su edad y complexión. Inició una conversación sobre el matrimonio, sobre la tensión entre tradición y funcionalidad, sobre la diferencia entre lo racional y lo emocional y, en el momento menos pensado, inició su movimiento fatal. Pero algo extraño ocurrió esta vez. No se oyeron los gritos. No hubo movimientos bruscos. La víctima se quedó impasible, cigarrillo en ojo, mirando fijamente a su agresor, quien tenía una expresión de incomprensión que solamente puede describirse como "¿?". Hubo unos segundos de silencio que parecieron minutos. Cuando el loco estaba a punto de pasar de la incredulidad a la generación de hipótesis, su víctima empezó a mover el cigarrillo incrustado en su ojo a voluntad. Hacia los lados, hacia arriba, hacia abajo, hacia dentro, hacia fuera... emitía un sonido mecánico, parecido al del brazo de una grúa. El loco había dado con la horma de su zapato, y el tuerto se mofaba en su crapulencia, sin cambiar la  inquietante y taciturna expresión que mostraba desde el primer momento.
Fin.

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